El anecdotario que Franklin Piña sacó sobre tu sátira, la burla sagaz que harías de haber escuchado al sacerdote celebrante decir que fuiste una dulce alma. Las sabias palabras de Emerson Corobo, quebrantadas en un llanto sincero y puro. Las lágrimas de Hildebrando Riera en la ilación de un recuerdo hermoso sobre tu esencia. El silencio melancólico de Alberto Meléndez al hacerse consciente de tu ausencia eterna, el recuerdo de Lalo y la orientación que le diste a su hijo sobre los estudios universitarios, la orden que tuvo siempre tu amigo el policía para cuidar tu trono en el platanal. Las variadas historias de los morochos Alvarado, y el amplio lamento que el Ingeniero Carlos Gallardo expresó sobre tu partida, fueron el ícono de una reunión a la que asistimos para darte un verdadero adiós.
No faltaste, callaste mientras acariciabas nuestras emociones. Te abrazamos con loas, prendimos tu memoria con la simulación de tus enunciados, sobreactuados en tonos armónicos, como siempre le hablaste al mundo. Con ironía, y verdades, con cultivo y sintaxis. Dentro de un marco referencial de humor y musicalidad, en la bohemia que dejó soledades y desencuentros. El flagelo de una depresión profunda que se llevó tus piernas, tus pulmones y tu vida. La que conociste y reflexionaste en el destierro de tu ser. La que te permitió comprender las múltiples dimensiones del pesimismo antropológico, y la necesidad de contención que brindan los arreglos sociales. Tu sensibilidad, y tu desvergüenza, la ignorancia de lo banal que te fortalecieron en aquello que valoraste y nos enseñaste a valorar: las letras, la democracia, la paz y la libertad.
Por mi parte, quise reconocer entre cohetes y boleros, dos áreas que admiré de tu faceta. La primera fue la vocación por enseñar. La inquietud por aportar en las nuevas generaciones la construcción de una visión formada de la política. La intranquilidad insoportable que sentías al ver a jóvenes sinformación hablar sobre el cambio, la transformación y lo que debía ser lo social. Todo lo traducías a la pregunta de origen, al por qué de la vida, al sentido de la justicia, para hacerle entender al neonato interlocutor lo lejos que estaría de aproximarse a una verdadera renovación del poder. Así lo discutiste conmigo, porque para ti las puertas del cambio debían abrirse con mesura y entendimiento.
Esa inquietud te llevó a recibir a niños de muchos colegios, a quienes le hablaste de tu idea de la historia. Tu planteamiento sobre la caroñeidad, un dispositivo de orden filosófico que tejiste desde la interpretación ética, sesgada hacia la cultura, aprehendida en la socialización antagónica de lo conservador de una familia goda y lo insumiso de aquel ser que se hizo al ritmo del reloj de la Universidad Central de Venezuela. Lo trascendental, lo productivo y lo global son calificativos que proyectaste en tus ideas. Esa vocación se va contigo, se extingue en el desmerecido desprecio que siente una sociedad que cada día valora lo superfluo e ignora la holística del argumento. El acervo de Carora te lo llevas, y dejas sin un bate la utopía del regreso de lo que hoy es ficción; un Torres de poetas, humanistas, empresarios, comerciantes, luchadores y alegría.
La otra faceta se cubre en la totalidad de tus pasos. Toda tu vida fue una enseñanza. Tu periodismo mantuvo atento a los torrenses. Ejerciste tu labor, y marcaste un hábito para los nuevos comunicadores. En tu último trabajo, lediste sentido al Diario El Caroreño. Posicionaste en tus reclamos frente al gobierno, a aquellos que no pueden hacerlo. Adelgazaste y te enfermaste en la miseria de un país anómico. Pero seguiste vivo, con esperanzas puestas en la ruptura de la dictadura. Con la certeza de un país sin cadenas, sin amedrentamientos, y con valor. Eras de los optimistas, y tu mente y tu bondad así lo determinaban. La crónica, el reportaje, la noticia, se llenaron de tu luz, y el telúrico signo de Carora. Viviste en los clásicos, y anduviste por calles adormecidas. Tu mente era planetaria y tu cuerpo de aldea. Esa escritura daba tranquilidad a quienes pensamos que la lucha es integral, de todos y en cada rincón del país. Eso también hará falta, eso también lo enseñaste y lo tomaste para la eternidad.
Mientras figurín servía el cocuy, mi voz también se perdió. La música fue apagándose, el platanal siguió existiendo, y tu alma quedó para siempre entre nosotros. En ese momento, Luis Morocho Alvarado exclamó ¡todos somos Juan Perera!
Carlos Alberto Meléndez Pereira
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